Carmona, calle San Pedro...
José María
Requena
Carmona, septiembre de 1982
A Carmona la recuerdo siempre, más que
como un gran puñado de casas y murallas, como
una variedad muy surtida de gestos, de actitudes y
hasta de estados de ánimo. Porque, para mí,
Carmona tiene muy distintos talantes en todos y cada
uno de sus muchos costados, en los diversos modos
con que sus calles son serias y profundas o esperanzadas
y alegres. Cabe, incluso, afirmar que, puestos a elegir
en Carmona los sitios que mejor nos cuadrarían
en tales o cuales circunstancias psicológicas,
apenas si tendríamos que meditarlo.
Por ejemplo, nada podría sustituir, en una
hora entregada a los más lejanos recuerdos,
la llamada que nos hace la calle Carpintero hacia
la desechada estación del Carmonilla, condenada
a quedarse para siempre sin el humo de aquellas deliciosas
y lentas locomotoras que llevaban personas y maletas
hasta un mundo transido de urgencias, allá
por Guadajoz y los Rosales, vagones de madera de un
Oeste americano que hasta tenían su algo de
misteriosas señales de flechazos comanches,
imaginariamente disparados desde unos olivares por
donde nunca sonarían las trompetas triunfales
del Séptimo de Caballería, con Gary
Cooper de capitán. Tren aquel convertido ya
en leyenda y mito de humareda que el olvido barrió
con su viento frío, enterrados a medias sus
raíles, camino de llegar a sabe Dios cuántos
siglos después de la tragedia planetaria de
un último conflicto atómico.
Y cerca, cómo no, el cementerio viejo, el camposanto
donde tantos de nosotros, en dolorosas despedidas
para siempre, conocimos el silencio total de tiempo
detenido que es la muerte.
Pero, vámonos ya camino de otra parte, en busca
de otra cara menos amarga de toda esa blancura tan
antigua que es Carmona. Saludemos al mar del horizonte
de la vega desde cualquier espigón de la reseca
costa esa que forman los Alcores.
O, si lo preferías, nos damos un paseo por
la Alameda, para curarnos un poco de la lucha esta
de tener que vencer tanta prisa sin sentido, en afanes
de ahora, tan distantes de aquellos pasodobles que
la banda municipal nos dibujaba por encima del millón
de flores, en torno a la fuente central de la redondísima
glorieta.
Pero, aunque sean ciertamente simbólicos algunos
otros gestos que Carmona tiene la larga mirada
del Parador, el saludo amabilísimo de la Plaza
de Arriba, yo me tengo que decidir por el dinámico
ademán que ha sido siempre la calle de San
Pedro, ruidosa psicología de carretera urbanizada,
compás alegre y vivo bajo la sombra de la Giraldilla,
eterno escaparate de tantos y diferentes golpes de
la fortuna para este pueblo tan de paso para lo bueno
y para lo malo, para esta ciudad de memorias traspasadas
por los relevos de las razas y por tan diversas banderas.
Sí. Para mí, la calle San Pedro ha sido
siempre el gesto más expresivo de nuestro pueblo,
incluida, cómo no, esa simpática cintura
urbana del Angostillo, casi cornisa entre las cuestas
de la Alameda y de la Fuente de las Viñas,
parada y fonda de aquella diligencia cantada por Fernando
Villalón, que remontaría las polvorientas
pendientes de la Puerta de Córdoba, espoleados
los ijares de sus caballerías por el miedo
a los siete bandoleros legendarios.
Calle muy viajera, calle muy de paso y muy de adioses
y partidas, calle con aceras que hacían de
andenes de estación para los pretéritos
autobuses amarillos de Casal y Soto, techumbres atiborradas
de maletas y paquetes, un alto para la cerveza, el
café o el refresco, en Casa de Chacón,
para los viajeros que atravesarían la vega,
rumbo a Fuentes de Andalucía, La Luisiana,
Écija... Tiempos ya bastantes lejanos, pero
que no se borran así como así. Menos,
para los niños que teníamos balcones
enfrente mismo de la gasolinera vecina de la parroquia.
Cuántos personajes famosos allí, toreros,
políticos, futbolistas, actores, estirando
las piernas, en tanto repostaban sus coches con la
lentitud impuesta por aquellas viejas mangueras gruesas
y renegras.
En el resto de Carmona, son innumerables las calles
y las plazas con muchos más alicientes históricos
y artísticos. Pero esa calle que media entre
la modernidad verdiclara e inoportuna del Teatro Cerezo
y el grandioso historial de la Puerta de Sevilla,
a pesar de que nunca tuvo casas postineras de portadas
nobles, sí que conserva y ofrece nada menos
que esa viveza inigualable que tan sólo poseen
las personas y los sitios muy transitados y muy al
tanto de la gente desconocida. Y acaso por esto mismo,
la psicología de Carmona ha sido siempre sobradamente
socarrona y sabia a la hora de valorar a fondo los
méritos verdaderos de todas las novedades.
Porque Carmona, la mar de bien simbolizada por su
calle de San Pedro, tiene una larguísima experiencia
en todo eso de ver llegar, con todo el ruido de sus
alardes, las distintas y sucesivas soberbias de lo
pasajero.
Publicado
en: Carmona y su Virgen de Gracia. Septiembre
de 1982.
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