La Feria que fue y ya no es
José María
Requena
Carmona, 1952.
Para
"La Giraldilla", peña de castizos,
con
el reconocimiento de todo cuanto vienen
haciendo por la Feria de nuestra Carmona.
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La Feria nació así: Ganado y Labranza,
enamorados por conveniencias camperas, se dieron cita
en las afueras del pueblo con la ilusión puesta
en interesadas bodas de compraventas. Tratándose
de emparejamiento por amaños de familia, sin
flechazos ni trabajosas declaraciones, se hicieron
imprescindibles el alcahueteo intermediario del tratante
y el piropeo casementero del chalán.
El Ganado, mocito fuerte, era un buen partido por
trabajador sin cansancios, y la Labranza ofrecía
en cambio, aparte de su belleza no tenida en cuenta,
el atractivo de ser rica por pura listeza de fertilidades.
La señorita Labranza compró, con oro
de trigales, al sufrido Ganado que prometía
mejorar capital con tesones y pocos gastos.
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En algunas tierras la Feria siguió repitiéndose
en el tono frío de yo pido tanto y yo pago
cuanto, y yo exijo más sin un yo convido y
sin el compadreo que le pega al caso.
En Andalucía, la cosa fue otra: entre mulo
y mulo, levantó un gitano que nadie recuerda
una choza humilde, donde había un barril pa
animá los tratos. Cundiendo la idea,
cada labrador, cada ganadero, cada dedicado al palique
del trato, fabricó un chozajo para guarecerse
de soles que queman y para que el materialismo del
negocio serio se sublimara un mucho en el forcejeo
generoso de los convites. El vino colocó entre
cantidades su mijita de cante, su derroche
de charla sin por qué ni para qué, animando
discusiones y evitando acaloramientos. Se aminoraron
ganancias en la orilla del copeo y los feriantes regresaron
a sus casas con algo de lo que ganaron y muy bien
entrada la mañana nueva. De resultas de estos
detalles, la madre de los niños, para evitar
extravíos del padre, coronó su roete
con un clavel rojo, trasladándose con avíos
de cocina y biberones hasta donde el hombre explotaba
el oficio.
El mujerío, no conformándose
con un techado de retama sobre cuatro palos, convirtió
la choza en tienda de lonas alistadas, y por aquello
de querer ser una más que la vecina
se inventaron cadenetas y farolillos y salieron a
relucir esmeros de guisos y tapas. Al amanecer,
el apetitoso perfume de una sartén de buñuelos
borraba del aire el olor a cuadra de las bestias.
En los días de Feria se quedaron las casas
bajo llaves, los patios sin chiquillos, las plazuelas
sin viejos, las rejas sin novios, las chimeneas sin
humos y las macetas sin flores... Los habitantes del
pueblo labrador se marcharon al mercado con el griterío
jubiloso de los días de gira, con sus más
sentidas coplas a flor de labios y con las grandezas
de sus almas a flor de sencilleces. Sobre la hierba
primaveral y jugosa, bajo el techo común de
los cielos, se reunían con campo y ganado los
seres nacidos entre unas mismas torres, olvidándose
roces de convivencia y fortaleciendo afectos con el
ofrecimiento espontáneo de lo que se tiene.
La Feria del pueblo andaluz sin dejar de ser ocupación
cortijera, sin dejar de ser una necesidad de campo
sin parar y un sueño de cosecha por recoger,
adquirió la prestancia de los festejos sin
remilgos. El amo del burro se entendió a maravillas
con el primer interesado en compra, gracias a la compresión
que nace cuando se bebe vino de una misma garrafa,
y el encaprichado por los postines de una jaca presumida
se enamoró más de veras cuando el tratante
la iba corriendo por entre un manojo de soleares y
fandagos, de polos y de cañas de guitarreos
finos y garabateos de baile. Los precios se ponían
en su punto sin discusiones enojosas, porque hasta
los intereses más garavitos se
tornaban en rumbosos a la vista del desprendimiento
general.
Llegó hasta el ferial el torero antiguo, entronizado
en un caballo de torero, coronado por el típico
catite y entallado en el gracejo de un traje corto.
Traía la ganancia de su última corrida
en la plata acabada de bruñir de sus caireles,
cuando se apeó entre aplausos y celebraciones
al borde jaranero del puesto más pobre.
Cantó su copla y tuvo un aplauso para las demás
coplas, y abrazó al gitano viejo que lloraba
hablando de admiraciones. El torero aquel del siglo
pasado terminaba su jornada de feria pidiendo dinero
por cuenta de las estocadas de pasado mañana.
El bandolero galante y noble, ansioso de festejo,
abandonó encrucijadas y serranías, para
aventurarse sin faca ni trabuco, hasta el corazón
mismo del bullicio. Eran aquellos días de Feria
añeja, días de tregua en los que la
denuncia era calificada de traición; días
en que la justicia hacía la vista gorda
ante el reconocimiento de unas patillas anchas y espesas
de enemigo de leyes por desvalijador de diligencias.
Eran aquellos días de Feria distante, días
en que la alegría no admitía competencias
de castigos ni distanciamientos de castas.
El arrogante señorito ofrecía la grupa
de su jaca costosa a la gitanilla más humilde,
pero la gitana no daba a doblar su orgullo de raza
hasta que el tronío del payito
rico solicitaba con cien instancias de respeto y mil
pólizas de piropos finos.
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La aristocracia llegaba al real de la Feria con una
sonrisa cariñosa para cada saludo y una felicitación
para cada jeringuero, reconociendo abolengos
y noblezas en el cantaor, en el guitarrista y en la
que bailaba con el alma puesta en los brazos, en los
pies y en la cintura.
Para su eselencia la señá duquesa
tenía el pueblo damajuanas de vino especial,
sillas nuevas de tomizas aún blancas, respetos
salpicados de agradecimientos y todo un temporal de
requiebros delicados para su cara morena y sus ojos
picantes. Su eselencia la señá duquesa
tenía para el pueblo satisfechos sonrojos que
acusaban recibo de las alabanzas prodigadas a su majeza,
preguntas cariñosas para los problemillas de
las mujeres y pellizquillos tiernos para las bronceadas
mejillas de un churumbel.
España entera se prendó de las ferias
andaluzas. En los alrededores de nuestros pueblos
blancos se entrevistaban una vez al año lo
castizo y lo postinero, con alicientes de competencia
en lujos y en prestancias.
Llegaron los tiempos nuevos, y con ellos el automóvil,
tirado por caballos mecánicos, sin arreos pretenciosos
ni andares elegantes. En cierta manera se divorciaron
la Fiesta del trato y la caseta del ganado. La farola
eléctrica le ganó la partida al candil
casero. Se refinó la feria, se hizo distinta
sin perder del todo la tradición campera de
su razón de ser, gracias a la alegría
sobrante que se cría en la tierra, su arte
de saber beber vino y a la belleza insuperable de
sus mujeres. Pero sin embargo la Feria de hoy es perpetua
evocación de la Feria de entonces, de la feria
que ya no es. El torero llega al ferial en el haiga,
sin traje corto y sin tener que pedir dineros por
cuenta de la corrida de pasado mañana. Todo
está sujeto al cambio constante; la feria también...
Pero nunca está de más recordar los
principios sencillos que tuvo por cuna la feria andaluza,
para que al menos exista una preocupación entusiasta
por conservar sus más íntimos y hondos
valores. La feria que fue ya no es, porque no puede
serlo; pero sí puede alcanzar con espíritu
y constancia el recobro de muchos detalles típicos
lastimosamente perdidos.
Publicado
en: Libro Programa.
Peña La
Giraldilla. Carmona, Feria de
1952.
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