Artículos de Prensa
Una selección de escritos de prensa publicados a lo largo de su vida

Poesías y otros textos

Poemas y otros textos sueltos, algunos inéditos

Conferencias
Facultad de Filología de Sevilla, Abril de 1997

Pregones
Pregón de la Semana Santa de Carmona 1952 y la Feria del Libro de Sevilla 1993

El alma de José María Requena
Breve colección de textos de José María Requena sobre Carmona
  Presentación
  Apuntes autobiográficos
  Carmona y lo literario
  Recorrido por Carmona con José M. Requena
  Homenaje a Don José Arpa
  Carta a mis paisanos de Cataluña
  Poemas
  Otros textos sobre Carmona

Carmona a vuela pluma
Antología de escritos carmonenses de José María Requena

Vida y obra de José María Requena
El estudio de investigación más amplio realizado sobre la vida y obra de Requena, escrito por el Dr. Ángel Acosta Romero, Profesor Titular de la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad de Sevilla.




EL ALMA DE JOSÉ MARÍA REQUENA - TEXTOS

Como homenaje al destacado pintor carmonense José Arpa, escribe José María Requena el siguiente texto que se publica en este libro. Leído por su autor en Carmona, en 1992, sus contenidos arrancan de un encuentro del escritor con el pintor, allá por 1952, en los bancos últimos de la Alameda, donde Arpa pintaba, para dejar después los cuadros pendientes de acabar en la rebotica de la farmacia del padre de Requena, durante las estancias del pintor en Sevilla. Un relato de entrañables recuerdos de su infancia ligados a la pintoresca figura de Don José.



Homenaje a Arpa




Queridos paisanos y amigos:


La fecha exacta de aquella tarde de 1952 no podría precisarla, aunque calculo que sería hacia últimos de agosto, cuando, al asomarse por los bellos asientos finales de nuestra Alameda, vi a don José Arpa anta el apaisado lienzo de su caballete, paleta y pincel en mano, al borde mismo del camino de la vega y absorbida su antención en el trazo horizontal, punzante y siempre dramático del Picacho. Estaba sentado, cómo no, en su veterano y plegable asiento de pescador, tres palos rollizos y un recio retal de becerro grueso... Abandoné la agradable compañía de la juventud y bajé a saludarle. Detuvo por un instante la cásica parsimonia de su pincelada y contestó a mi saludo con una de aquellas sonrisas suyas, sonrisas siempre afectuosas y con un no sé qué de solemnes, serenas y patriarcales.

Por experiencia sabía yo que, para él, resultaban del todo incompatibles la conversación y el ejercicio de la estética. Así es que, tras quedarme silencioso a su espalda, admirando la belleza de la obra, ya muy avanzada, me despedí con un "adiós, don José", que, ciertamente, habría de ser para él, mi último saludo. De ninguna de las maneras podría haberme imaginado, en aquel momento, que, concretamente aquel lienzo, aun sin concluir, pero bellísimo, colocado en lugar muy preferente de mi casa, llegaría a ser un gozoso y reiterado motivo para evocar la figura del gran pintor de Carmona.

No haría ni mes y medio de aquel ligero encuentro, cuando nos llegó de Sevilla la triste noticia de su fallecimiento. El lienzo, como tenía por costumbre con sus obras pendientes, durante sus regresos a la capital, lo dejó don José en la farmacia de mi padre, en cuya rebotica tuvo él, durante muchos años, un punto de referencia, un firme estribo de amistad para sus pocos ratos de pinceles quietos. Mi padre les comunicó tal circunstancia a los sobrinos, y ellos, conociendo el afecto que en nuestra familia se le guardaba, decidieron que el atractivo paisaje del Picacho se quedara para siempre en nuestra casa. Una casa desde cuyos balcones altos pintó, en innumerables ocasiones, nuestra singular Puerta de Sevilla, a distintas horas, y, por tanto, muy diversa su imponente arquitectura bajo surtidas luces, por lo general postreras.

El cuadro del Picacho, por inconcluso, no posee la certificación final de su firma. No podía tenerla, puesto que hasta las aparentes nubes grises que cruzan la clara amplitud del celaje no son sino retazos de tela que se quedaron pendientes de tan precisas y sugestivas pinceladas. Sin embargo, el hecho de que se quedara a falta de los últimos retoques, dejó al descubierto de tal forma los entresijos fundamentales de su técnica, que nada tuvo de extraño que varios pintores de talla, al entrar en mi casa, con sólo verlo, y sin que mediara indicación alguna por mi parte, certificaran admirativamente: "Ese cuadro es de don José Arpa".

Fue sin duda una pena que mi circunstancial traslado a Madrid dejara en un simple propósito mi proyecto de escribir, mano a mano con él, una cumplida biografía de tan apasionantes peripecias. Sólo recuerdo, eso sí, que, durante aquellos contados escarceos biográficos, coseché, directamente de él, algunas precisiones y datos bastante apreciables... Por ejemplo, desde siempre me había preguntado yo por cuáles habían sido los raros caminos que, allá por las postrimerías del pasado siglo, condujeron a don José hasta la lejana Méjico de Porfirio y Pancho Villa, con los que departió más de una vez, durante no pocos de aquellos turbios y sangrientos días de la Revolución.

Pues bien. El salto atlántico, tan infrecuente por aquellos calendarios, se inició en un bodegón de Sevilla. El entonces joven pintor carmonense, entre vaso y vaso, conoció al capitán de un barco mejicano, que, aprovechando el atraque de su nave mercante en la Bahía de Algeciras, se vino a la capital hispalense, con la idea de visitar a familiares suyos en Constantina, población de sus antepasados.

Por aquellos días, don José acababa de regresar de Roma, donde vivió un par de años, gracias a una beca que muy meritoriamente y en reñida puja artística, obtuvo de la Diputación Hispalense. Una beca que, por enredosos avatares muy propios de todas las políticas, se quedaría sin efectivo cumplimiento, hasta el punto de empujar al joven Arpa a una bohemia obligada y afanosamente mantenida mediante trabajitos menores. Estrechas circunstancias éstas que derivaron finalmente hasta la enfermedad y hasta su prematuro regreso a Sevilla. Pero, con todo, su experiencia romana resultaría decisiva en la sólida formación de su personalísimo estilo. De aquella época, juvenil y ya madura, data, entre otras, su obra titulada "La exposición del cadáver de Miguel de Mañara", una de las más cimeras consecusiones de su primera trayectoria.

Lo cierto es que el marino mercante mejicano, al conocer el desaliento lógico del muchacho, le propuso llevarle en su barco, libre de costos, por supuesto. Y ahí me tienen al hijo de un humilde zapatero de Carmona, nada menos que rumbo a las Américas. Y nunca mejor dicho, puesto que los pinceles de don José llegaron a captar innumerables y muy distanciadas geografías a lo largo del inmenso continente, desde Méjico y Estados unidos hasta la extensa Pampa argentina... pintando, y enseñando a pintar por lejanas tierras, en las que, incluso, le sobrevivirían escuelas de arte con su nombre...

Y, en llegando a este punto, quisiera dejar sentado que no es mi propósito de hoy el exponer una biografía cuyos rasgos han sido bien pergeñados ya por otra certeras plumas, sino el de aportar a este más que merecido homenaje evocativo un afectuoso acercamiento a la personalidad de un gran artista, que, más allá de sus lienzos, y gracias a sus muchos años y a su inquieta querencia por la aventura, se nos quedó perpetuado en la memoria como un auténtico personaje de leyenda. En este sentido, me limitaré a reseñar un detalle simpático, que, al pronto, pudiera parecer intrascendente, pero que no lo es ni muchísimo menos, desde punto y hora que ese detalle nos indica la primera raíz de una vocación de artista plástico. Don José me contaba en cierta ocasión, cómo siendo un niño halló en una vieja cuadra un hermoso cencerro de bronce. Ni corto ni perezoso, Pepito Arpa, después de abrillantarlo cuidadosamente, se armó de martillo y cincel, y un golpecito aquí, y otro golpecito allá, vaya por Dios, el demonio de niño se nos convertía en un efectivo falsificador de monedas. Sí, en inspirado falsificador de unos centimillos, que, por aquellas fechas debieron tener más capacidad adquisitiva que las zarandeadas pesetas de nuestros días. Y, al contármelo, el bueno de don José me comentaba, travieso: "Me pasé qué sé yo de meses, comiendo chucherías a cuenta del dichoso cencerro".

No quisiera distraer vuestra atención durante demasiado tiempo. Lo que a mí me atrae ahora, en este cordial homenaje que la Giraldilla, siempre encarnada en adelantados entusiasmos por las emociones más profundas de nuestro pueblo, lo que más me atrae, repito, es evocar la figura del pintor, y hacerlo de modo que podamos sentirnos lo más cerca posible de su estampa de hombre sosegado, prudente... y también, en el mejor sentido machadiano, de hombre bueno. Y lo que son las cosas, con el tiempo, ante nuestra gran sorpresa supimos que, durante sus ajeteadros años itálicos, adquirió justa fama de ingenioso y ocurrente en sus decires y en sus comportamientos. Y no. El don José que regresó de América no era el mismo que aquel otro de la bohemia italiana. Sin duda alguna, el trascurso del tiempo, con sus sorpresas y desengaños, le había sosegado el talante y la expresividad, aunque siempre, antes y después, acabara siendo una gran lección de sencillez y de elegancia de espíritu.

Mis primeros recuerdos en torno a don José datan de los ya distantes días de mi niñez. Unos recuerdos que siempre, sin remedio, se me brindan enmarcados en las orillas del Corbones. Por lo general en los aledaños del molino harinero, casi a la sombra del viejo puente romano. Don José, con su caña, y mi padre, con su escopeta, a la guarda del sesgado paso de los zorzales. En un par de borriquillos, Antonio el cedacero y sus hijos llevaban tupidas redes y cabos, cántaros, cacharros y demás avíos de cocina.

Desde un principio, para nuestra sensibilidad de chavales, los encantos de la excursión se convertían en deliciosa aventura, a poco de echarnos al camino, aún alta la madrugada, cuando pasábamos por la Puerta de Córdoba, para buscar la cuesta abajo de la remota calzada romana, como de juguete su pequeño puente con más de dos mil años en pie, sobre el mal genio invernal de un estrecho y empinado arroyo. Y de allí, por unas sendas paralelas a la asfaltada recta del Derramadero, musicados los restos últimos de la noche por la monótona estridencia de los grillos, caminábamos disfrutando de las primeras luces, que, después de filtrarse por entre trigos y maizales, se alzaban por el cielo, a tiempo de hacer las delicias de don José al prender los primeros destellos sobre los remansos del río.

Año más, año menos, el artista tenía por entonces la edad que tengo yo ahora, pero a mis ojos infantiles, se me ofrecía con esa avanzada edad indefinida y ágil que suelen lucir muchos turistas anglosajones. Porque, eso sí, su dilatada estancia americana le había dejado el sello de las convivencias distintas y distantes. Sobre todo, al transformar aquel llamativo bigote con guías que se trajera importado de sus bohemios días romanos, en el bien poblado y ampuloso bigotazo de tan ostensibles referencias al Méjico turbulento de las polvorientas cabalgadas de Pancho Villa. El famoso bigote que don José, tan meditativo, mesaba durante su continuo darle vueltas a la incansable rueda de las rememoraciones.

Llegamos, pues, a las pajizas orillas del Corbones, y, mientras los demás descargaban los burros, montaba el pintor su caña. Nosotros le rebuscábamos lombrices en la tierra húmeda, y allá que iba él con su aliento plegable, sin prisas en aquella minuciosa ceremonia tan suya de elegir el recodo en que el río te mostraba los tonos y reflejos que él iba buscando para satisfacer y enriquecer su mirada de colorista empedernido... Y, una vez cebado el anzuelo, tomaba asiento, encendía con regodeo su gruesa pipa de viejo lobo de mar, lanzaba lejos sobre el cauce el largo y fino sedal de la caña y parecía instalarse en aquella paciencia de incansable y puntilloso manejador de pinceles, en tanto que, quizá durante esos momentos de calma aparente, reavivaría remotas pasiones y se encenderían en su memoria los convulsos calendarios de Méjico y la fiebre del oro en California, la locura del petróleo en Texas y los fabulosos y agitados panoramas de revólveres, diligencias y primeras locomotoras, que avanzaban hacia el profundo Oeste de los pioneros, carne futura de tan trepidantes películas de tiros... Y todo, mientras la mano firme, pecosa y flemática mantenía bien alto la ilusionada expectación de la caña.

Mientras tanto, los muchachos echábamos al río nuestros cabos, sujetos los sedales al borde mismo del agua con unos palitos hincados muy a lo hondo, para repasarlos y recobrarlos, poco antes del regreso, con o sin la vivísima sorpresa casi metálica de los barbos y la anguilas sobre el jugoso verdor de la hierba.

Y cuánto más aniñado entusiasmo destellaba en los ojos de don José, cuando al dar su experto tirón de caña, latigueaba en el aire, como un nervioso trofeo de brillos, el trazo rebelde y plateado de la anguila.

Y cómo olvidar la paella guisada a la intemperie, todo un rito de candela animada con retamas, esparcidos por la brisa los primeros aromas, que incitaban tan encantadoramente el desatado apetivo campestre y primitivo.

Y un rato antes de la comida, el baño en un tramo fluvial de poco fondo, presentes en nuestra imaginación la tragedia de los muchachos ahogados en los vertiginosos remolinos de las ollas originadas por piedras en la corriente del río.

Al regreso, mucho antes de iniciar la subida hacia la Puerta de Córdoba, nos sorprendían las primeras oscuridades. De nuestro grupo se expandía por el campo un ácido olor a río y a peces coleando, y, gracias a nuestro sano cansancio, todos gozábamos de antemano con el premio del sueño a pierna suelta que nos habíamos ganado, tras la campera fatiga del par de leguas, en la caminata de ida y vuelta.

Me resultaría imposible desligar de la poderosa presencia de don José tantas y tan imborrables sensaciones primeras de mi niñez, quizá porque él, estando tan de vuelta de todo, después de sus desmesurados ajetreos geográficos, deseaba recordarse a sí mismo, de niño él, a través de los revoltosos chiquillos que, en torno suyo y en más de una circunstancia, habríamos de costarle sin duda un subido gasto de paciencia. Sirva como botón de muestra aquel verdadero atraco que mi hermano Rafael y yo perpretamos contra su bondad, al hacer que, en la rebotica, papel y lápiz en mano, se pusiera a pintarnos nada menos que los escudos del Betis y del Sevilla... Es una verdadera lástima que, por carecer en aquella edad del más mínimo sentido de las valoraciones, no podamos conservar hoy en día aquellos dos preciados dibujos, aunque, por supuesto, en marcos apartes y de trazas bien distintas.

Con el tiempo, caí en a cuenta de que Arpa no amaba la pesca únicamente por su observadora condición de perseguidor de colores, sino que también amaba la serena oportunidad que la pesca suponía para abstraerse del resto del mundo, sólo pendiente de los esguinces y reflejos más mínimos de la corriente, cumplidamente satisfecha así su creadora e incurable necesidad de estar a solas, porque sabido es que, en el fondo, todos los artistas son auténticos expertos en soledad, por ser en ella donde abocetan detenidamente las complejas e imprevisibles respuestas de la estética. Una querencia por la soledad que Arpa llevó hasta situaciones verdaderamente pintorescas y arriesgadas, como aquella que vivió en el islote del cortijo de Angorrilla, donde, nunca mejor dicho, se quedó totalmente aislado por las aguas de un Corbones enardecido, a solas bajo su ligera tienda de campaña americana, tan tranquilo, cuando, asustados, llegaron hasta él con una barca a merced de la corriente, en atrevida operación de salvamento.

Recuerdo que, cuando Arpa terminaba una nueva obra, la contemplaba como si en realidad fuese descubriendo en ella sucesivas soledades que había aplicado en los vacíos e inquietantes puntos del lienzo. Y por eso mismo, en esa contemplación de la obra acabada, también se le daba, aunque un tanto dolorida, la profunda emoción, que tanto se asemejaba a la doble encrucijada del padre, que, al tiempo que otorga su satisfecho visto bueno a la hombría del hijo, lo presiente en trance de independencia y alejamiento.

En esto, así como el músico retiene la esencia de su obra en las claves de sus partituras, así como el escritor jamás se quedará sin la buena compañía de sus libros, el artista plástico se halla en franca desventaja, al tener que padecer una continua nostalgia, por los cuadros que se le fueron de las manos y del alma, obras que, al dejar de ser suyas, sólo permenacerán perfiladas en los sensibles museos interiores de su memoria, o, todo lo más, relativemente retenidas en fotos, de color hoy en día, pero, hasta no hace mucho, sólo en blanco y negro. Deficientes fotos que, en tiempos de Arpa, venían a ser simples referencias fantasmales de cuadros que los artistas perdieron para siempre, irremediablemente exiliada de sus ojos la personalísima plenitud de unos colores tan exclusivos.

Al respecto, cómo olvidar la ternura con que los emocionados dedos de Arpa me mostraban en la Casa de los Artistas la resquebrajada foto de su cuadro sobre la muerte de mañara, una obra que, al cabo de tantos años, quiso contemplar de nuevo, sin conseguirlo, cuando el Ateneo Hispalense le dedicó un cordial homenaje, mediante una memorable exposición antológica. Un cuadro que estaba, y suponemos que estará todavía, en una gran casa de Sevilla, que él conocía, pero que nuca quiso identificar... Parece ser que, por absurdos recelos, la viuda de quien había adquirido el lienzo, más de medio siglo antes, se negó en redondo a cederlo para la interesante muestra.

Para terminar, diré que, en mi opinión, don José vivió tanto porque su corazón estaba prodigiosamente fortalecido en su continuo ejercicio de amor a todo lo que tiene la vida propia o adquirida... Tanto al hombre y al árbol y a la flor, como al río, a la vieja muralla y a la encendida cal del más estrecho y humilde de los patios... Estuvo tan enamorado de la naturaleza que la naturaleza le correspondió, devolviéndole a sus ojos, ya cerca de los noventa años, casi la misma capacidad de visión que en sus años jóvenes, arrumbadas hasta el fin, sus características gafas de armadura metálica.

Como desbordado amante de una raíces por tantos años abandonadas, volcó todo su cariño en los campos, en las ventanas, en los arriates y en las macetas de Carmona... Así de simple y de grandioso fue su testamento de cariño, en el que nuestra ciudad figura como única heredera. Una vez más, muy en consonancia con cuanto suele acontecer en esto de los milagros del arte, los pinceles de Arpa elevaron nuestras más pequeñas cosas hasta las inmoribles categorías de lo que, habiendo sido mudo e inanimado, se nos entrega, ya vivo e imperecedero, gracias al toque de gracia con que el artista eleva los silencios hasta el delicioso lenguaje irrazonable de lo puramente sensitivo.

Y, asimismo, tal y como sucede sin remedio en los terrenos del arte, en este ahora de hoy mismo, al cabo de los años, pagaríamos lo que nos fuese exigido con tal de tener entre nosotros la venerable estampa de don José, para agradecerle, en vivo, lo mucho que hizo por enmilagrar las realidades nuestras de cada día... Y, al menos, nuestra Peña La Giraldilla, siempre, desde hace casi medio siglo, a corazón abierto en generosidades y desprendidas entregas, puede mostrarse a salvo de cualquier sentimiento de esa frustación retrospectiva que padecemos a la hora de subrayar las acostumbradas indiferencias que dedicamos ya en vida a los seres y a las cosas que, más adelante, habrán de darle sentido a nuestra mejor y más insustitutible memoria. Y si digo que la Giraldilla puede permanecer justamente satisfecha en lo que atañe a la evocación de don José Arpa, es porque le basta con evocar aquel homenaje que le rindió en su caseta de feria, hace ahora cuarenta años, cuando faltaba muy poco para que la atenta mirada del pintor se despidiera definitivamente de los dorados resoles iluminando la blanquísima belleza de nuestras calles.

Qué pena, amigos míos, no poder manejar, ahora mismo, una imposible moviola del tiempo, para recuperar, en esta noche de otoño, la solemne y entrañable presencia del don José de aquella primavera... Y, de paso, para poder regresar nosotros a la ilusionada pujanza de nuestros años jóvenes.


Gracias, muchas gracias.


José María Requena


Texto leído en Carmona, Sevilla, el 23 de Octubre de 1992


Marzo de 2011

Carmona a vuela pluma
La Delegación de Cultura del Exmo Ayuntamiento de Carmona, Olavide en Carmona y Servilia Ediciones, presentaron en el Parador Nacional de Carmona el libro: "Carmona a vuela pluma. Antología de escritos carmonenses. José Maria Requena". Antonio Montero Alcaide, editor de la obra, junto a Juan María Jaén Ávila, hicieron una semblanza de los textos recopilados y la biografía del autor. ampliar>>

Junio de 2010

Pintura y poesía
Entre el 4 y 20 de junio se expone en la Biblioteca Pública Municipal de Carmona una muestra de pintura a cargo de alumnos del Aula de Pintura de Carmona, que bajo dirección de la profesora Dña. Manuela Bascón han realizado una serie de cuadros inspirados en poemas de José María Requena. ampliar>>

Enero de 2010

Memorias del periodismo sevillano
Con motivo del primer centenario de la Asociación de la Prensa de Sevilla, se presentó la obra "Periodistas de Sevilla (Retratos de autores de dos siglos)", editada por Mª José Sánchez-Apellániz, y que recoje un homenaje a las personalidades más destacadas del periodismo hispalense en los últimos dos siglos. ampliar>>

Julio de 2008

Décimo aniversario
El 13 de julio de 2008 se cumplen diez años de la muerte de José María Requena. El escritor sevillano Antonio Montero Alcaide homenajea su memoria en un artículo en ABC de Sevilla. ampliar>>

Noviembre de 2002

Publicada la obra completa
Editada por el Ayuntamiento de Carmona, ya está disponible el tercer y último tomo de las obras completas de José María Requena. Se trata de un total de tres volúmenes que recogen toda su producción poética, novelística, ensayística y de narrativa breve, además de una selección de artículos de prensa y diversos textos. Para más detalles: archivo@carmona.org
Teléfono: 954191458


Antonio Petit Caro
Reivindicación de José Mª Requena en el cincuenta aniversario de la muerte de Juan Belmonte
"Ahora que se conmemora con los honores que le son debidos a su memoria los 50 años de la muerte de Juan Belmonte, es momento para reivindicar la autoría de la primicia periodística de aquella luctuosa noticia. Y es que fue el escritor, poeta y periodista sevillano José María Requena quien primero lanzó al mundo la versión completa de lo que no fue sino una tragedia en "Gómez Cardeña"...." ampliar>>

Manuel Losada Villasante
En recuerdo de José M. Requena
"Compartí con José María Requena -hombre de pueblo entrañado con el campo- momentos inolvidables a lo largo de la infancia, juventud y edad madura, y me sentí muy unido a él humana y espiritualmente..." ampliar>>

Enrique Montiel
José M. Requena, una teoría de Andalucía
"Y es que resulta en extremo difícil desproveer la narrativa de Requena, tan pulcra y bien hecha, de lo sociológico, de lo político, de lo histórico..." ampliar>>

 

 

 

 

 

 

 

 

 
Recomiende esta pagina