Cristina Rodríguez

 


  Las estaciones

 

Están las estaciones
allá por las afueras donde crecen
la perpetua tormenta de la fábrica
y el poquito de tarde que entiende al hombre triste.

Al final de las calles, con las pupilas sucias
como un remordimiento ciudadano,
esperan desde siempre recién resucitadas,
oliendo a madrugada en barrio bajo,
doliendo como niños perdidos en otoño.
Nunca nacen mellizas de los bosques
y quedan en la sangre amoratando risas
como un puñado gris de desarraigos,
y son como ventanas
abiertas a huracanes que supieron
de cómo mira Dios cuando castiga.

Están las estaciones por las noches
tiznando soledades y almohadas,
y viven en las cartas que huelen a otro tiempo,
y a todos se nos tiñen de estaciones
los ojos del recuerdo,
y creo que en la agonía
tendremos un manojo de rieles
para echar tantos sueños imposibles
en la espalda del tiempo.

De la palabra absurda que gritamos
cuando todo se ha ido,
del amor que no pasa de una playa,
de los pobres cigarros tirados casi enteros,
nos manan estaciones pequeñas
donde están las muchachas de siempre
registrando vagones con los labios,
y, a veces, si nombramos los cariños perdidos,
ponemos el mirar como en andenes.

Y así las estaciones se van poniendo feas
a fuerza de nosotros cobijarlas fieramente
en toda la peor ceniza antigua que tenemos,
a fuerza de nosotros anudarlas
a los rostros huídos
y a la orilla nublada de los cambios.

Están las estaciones al final de lo alegre
como tarros de miedo y despedida,
y son los camposantos de muertes sin morirse
y no vamos a ellas en noviembre
con lívidas coronas y responsos.

 
José María Requena (La sangre por las cosas)