Ana M. Cabo

 


  Las manos

 

Oh, las manos, las tristes manos todas:
las que llevan anillos y las que tienen callos,
las que gozan verbena de mujer por las noches,
las que van a los parques
sin más compañía que esa de los dedos,
las que llegan a casa y reparten el pan
y manchan de tristeza y tienen peso gris
de herramienta en los hijos pequeños.

Por las manos se ve que estamos solos,
que no se amarra en ellas nada último,
que está ladrando siempre en nuestro río
un fracaso de entregas.

Se emocionan las manos cuando agitan pañuelos
y las manos enferman de manos que mendigan
y se posan muy tibias
en la nieve final del alborozo
y son en nuestros llantos como árboles.

Porque todas las manos, amigos,
todas todas,
las limpias y las sucias,
son raíces buscando por carnes y por cosas
el silencio triunfal de una tierra que abrigue
nuestro frío de ruidos.

Oh, las manos, cómo duelen las manos,
taladas valentías de enormes sangres,
asustados planetas diarios y novísimos
que nos dan y nos quitan
y están en nuestra historia como otoños.

Por las manos, amigos, vamos todos
acechando las tardes
de tormenta en el campo con novias encendidas,
quebrantando mañanas en la arista del sueño,
combando nuestro ardor sobre otras sienes.

De los muertos, en fin, nunca olvidamos
el gesto de sus manos pensativas,
y los hombres que viven solitarios
saben bien que las manos tienen música.

 
José María Requena (La sangre por las cosas)